GRETEL BERGMANN: LA ATLETA FAVORITA EN BERLÍN 36 QUE NO PUDO PARTICIPAR POR SER JUDÍA
Esta es la historia de alguien que no fue olímpico. La historia de una vergüenza, la que causa la “razón” (más bien excusa barata) por la que la atleta protagonista no fue nunca a unos Juegos Olímpicos. Es conocida por dos nombres: el de su nacimiento, Gretel Bergmann, o el que adoptó posteriormente, Margaret Lambert.
Se trata de una judía alemana nacida en 1914 que llegó a ser la mejor saltadora de altura de su época. Había ganado ya un par de veces el título nacional de Alemania cuando los nazis accedieron al poder. Poco a poco las leyes contra los judíos (las llamadas “leyes raciales de Nuremberg”) iban poniendo trabas a la participación en competiciones a nuestra protagonista -como al resto de judíos-, hasta llegar a expulsarla de su club atlético y prohibirla competir. Así, Gretel Bergmann marchó a Gran Bretaña, donde participó en el campeonato británico de salto, venciendo en él. Aunque no se lo crean, no sería –este campeonato nacional de un segundo país- el último en el que Gretel venciera; lo haría en un tercer país, como veremos más tarde. Eso ocurrió en 1934 y los Juegos Olímpicos de Berlín cada vez estaban más cercanos. Un serio peligro les acechaba: el boicot de potencias del deporte, empezando por Estados Unidos, que amenazaron con no acudir si se cumplía lo que ya era una realidad: la prohibición a deportistas judíos alemanes de participar en los Juegos. Todos ellos habían sido excluidos de las listas de seleccionados.
El boicot de Estados Unidos era un lujo que Alemania no podía permitirse si quería que sus Juegos de Berlín 36 pasaran a la historia. Para contentar a la delegación estadounidense cedieron a su petición y Gretel Bergmann fue descaradamente utilizada para lograr el fin de contar con la participación del equipo norteamericano. Alemania llamó a Bergmann, que se encontraba en el Reino Unido. No solo la convocó, sino que amenazó con tomar represalias sobre sus familiares en Alemania. Gretel, indudablemente, acudió a la llamada. Nunca se sintió parte del equipo o, más bien, no la hicieron sentirse parte. Ya en Alemania se volvió a proclamar campeona nacional, así como vencedora en pruebas clasificatorias preolímpicas. Pero entonces ocurrió un hecho vergonzante: sólo cuando se tuvo la certeza de que el equipo de EE.UU. ya había emprendido la larga travesía en barco rumbo a los Juegos de Berlín, es decir, cuando ya no iba a ser posible una marcha atrás, Gretel recibió una carta –dos semanas antes del inicio de los Juegos- diciéndole que la expulsaban del equipo. La “excusa” interpuesta fue que no era lo suficientemente buena. Razón a todas luces falsa, pues, entre otras cosas, acababa de igualar el récord nacional. Compitiendo por Alemania apareció como de la nada una atleta: Dora Ratjen. No solo no se proclamó campeona –el oro se ganó con una marca que ya poseía Bergmann, de lo que se deduce que ésta muy bien podría haberse proclamado campeona-, sino que ni siquiera subió al podio. Alemania prefirió prescindir de una medalla segura, casi seguramente oro, con tal de no contar con una judía en su equipo. Sí que lograrían, sin embargo, una medalla –pero de bronce- conseguida por Elfriede Kaun. En cualquier caso, Alemania perdió una clarísima oportunidad de medalla. Tan fuerte era el odio. Por cierto, más tarde se supo que Dora Ratjen era en realidad un hombre. Alemania le habría seleccionado con la esperanza de conseguir la medalla que, por lógica, debía haber conseguido Gretel.
Del mal trato que recibió Gretel Bergmann en esos momentos preolímpicos es buena muestra el feo gesto que tuvieron las autoridades con ella: le ofrecieron una entrada gratis para los Juegos, pero con todo el resto de gastos (viaje y alojamiento) excluidos. Ella ni se molestó en responder al ofrecimiento. A partir de ese momento, rechazada por su país de origen, comienza una nueva vida para Gretel Bergmann. Emigra a Estados Unidos, llegando a la ciudad de Nueva York con únicamente diez dólares en el bolsillo. Encuentra diversos trabajos, desde masajista a criada, hasta que consigue un puesto como entrenadora. Se casa con un atleta alemán al que había conocido en un campo de entrenamiento en su país y que también se había exiliado en América. Cambia su nombre al de Margaret y adopta el apellido de su marido y, como Margaret Lambert sigue participando en competiciones atléticas, hasta convertirse en vencedora del campeonato nacional de su nuevo país de adopción.
Estaba en el destino que Gretel/Margaret no iba a poder ser nunca olímpica: cuando se estaba preparando, ya nacionalizada estadounidense, para los Juegos que debían disputarse en Helsinki en 1940 éstos no se celebraron nunca debido al estallido de la II Guerra Mundial. Otra razón ajena a ella por la que se le escapó entrar en los anales olímpicos.
Pasaron muchos años, décadas, hasta que Alemania quiso ajustar las cuentas con alguien con quien tenía deudas pendientes. Así, Margaret recibió en 1996, a la edad de 82 años, una carta expedida en Frankfurt procedente del Comité Olímpico Alemán: le pedían acudir a los Juegos Olímpicos de Atlanta como su invitada de honor, para los Juegos del Centenario. También volvían a inscribir sus marcas, las cuales habían sido borradas vergonzosamente por los nazis. Margaret aceptó la invitación. Esta invitación provocó que llegara a ser portada ni más ni menos que del “The New York Times” décadas después de su retirada. No solo eso: en 1995 se puso su nombre a un complejo deportivo en Alemania para que los jóvenes practicantes se preguntaran “¿quién fue la Gretel Bergmann del nombre?” y se les contara su historia. Asimismo, en 1999 volvió a Alemania, más de 60 años después de su partida. En su honor se nombró una calle adyacente al estadio olímpico de Berlín, ese que nunca pudo pisar con motivo de sus Juegos Olímpicos, calle que ahora lleva su nombre. Gretel Bergmann/Margaret Lambert es un ejemplo de lo que no puede volver a pasar en la historia olímpica. Nunca más. Con nadie.