MOMENTOS OLÍMPICOS MÁGICOS 36: CUANDO EL JUDOKA ANTON GEESINK HIZO CALLAR A JAPÓN EN TOKIO 64
Japón se jugaba mucho en sus primeros Juegos –los primeros a celebrarse en Asia, en realidad-, los de Tokio 1964. No habían pasado tantos años de la II Guerra Mundial, en la que su imagen a nivel mundial había salido malparada, por utilizar un eufemismo. Además, ya se sabe cuán a pecho se toman los nipones el orgullo patrio en los deportes. Como colofón, gracias a que los Juegos se iban a desarrollar en territorio japonés, se introdujo una nueva disciplina en el calendario olímpico: el judo. Así que no quedaba otra: Japón tenía que conseguir los cuatro oros en cada una de las categorías por peso que se iban a disputar.
Y así, ascendiendo en los pesos, el logro iba completándose: Takehide Nakatami consiguió el oro en la categoría de menos de 68 kilos; Isao Okano subió a lo más alto del podio en la de menos de 80 e Isao Inokuma se proclamó campeón en la de más de 80 kilos. El plan se iba cumpliendo. Era lo esperado. Quedaba una última categoría, la abierta. En ella era favorito el local Akio Kaminaga. El público japonés confiaba en su victoria y que, de este modo, el país del sol naciente demostrara al mundo su dominio en este arte marcial. Pero con lo que no contaba nadie era con una inoportuna lesión en el ligamento de una de sus rodillas, producido poco antes del torneo olímpico. Decidió esconder su lesión durante todo el campeonato, para que sus rivales no vieran su punto débil. Llegó así hasta la final.
La final opondría a Kaminaga con el neerlandés Anton Geesink. Se trataba de un deportista completo que también había sido profesional en lucha libre. No era desconocido ni mucho menos porque, aparte de dominar por completo los campeonatos de su continente –si bien no tenían el nivel de otros- ya había conseguido grandes logros en Mundiales. En concreto y en el mismo Tokio ya había conseguido un bronce diez años antes de la celebración de los Juegos y en los de París de 1961 se alzó con el oro. Geesink era enorme: medía casi dos metros y pesaba unos 120 kilos. Pero su físico no era su punto más fuerte. El gran acierto de su carrera fue el inteligente paso de irse a vivir a Japón para mejorar considerablemente su nivel. La “llamada de alarma” del Mundial del 61, en el que Geesink se convertiría en el primer no japonés en proclamarse campeón mundial, ya debería haber preparado al público japonés. Porque el resultado de la final, ya lo pueden ir imaginando a estas alturas del relato, no fue favorable para los intereses nipones.
Anton Geesink hizo historia tan solo por el hecho de no tener pasaporte japonés. Ganó a un japonés en el mismo Tokio. Impensable. Insoportable para el público. Un público tocado y hundido en su orgullo nacional, hasta el punto de convertirse en toda una nación de luto. La derrota de Kaminaga hundió al país, a la par que llevó a las páginas de historia deportiva a Geesink. ¿Cómo ocurrió tamaño desastre? Y eso que Kaminaga venía de aniquilar a su oponente en semifinales –el filipino Ong- en tan solo cuatro segundos. En la final Geesink se dedicó a tener paciencia, resistiendo y resistiendo los embates de Kaminaga. Pero el europeo tenía un plus: su envergadura. Ante ello el local no tenía nada que hacer. Transcurridos nueve minutos y 33 segundos de combate Anton inmovilizó a su oponente durante medio minuto con la técnica kesa-gatame. El público, compuesto por 15.000 espectadores entregados con Kaminaga, enmudeció.
Tanto afectó a la moral nacional que se llegó a decir que varios japoneses, avergonzados por la derrota, se llegaron a suicidar. No está en absoluto comprobado este dato, no obstante. Pero el pueblo japonés también sabe recompensar los méritos ajenos y, así, condecoraron a Geesink con la Orden del Tesoro Secreto. Asimismo fue condecorado como doctor honoris causa por la universidad de Kokushikan. La victoria de Geesink, además, contribuyó a reforzar los lazos entre Japón y los Países Bajos. Estas condecoraciones quizá se debieron al deportivo gesto que tuvo Anton Geesink en cuanto acabó el combate, ya que paró a compatriotas suyos que, ante su victoria, invadieron el tatami. Este gesto se puede decir, casi literalmente, que le convirtió en héroe nacional para Japón. La victoria de Geesink, además, contribuyó a reforzar los lazos entre Japón y los Países Bajos, promocionándose intercambio cultural entre ambos y contribuyendo a la paz internacional, tal extensión había alcanzado este hecho olímpico.
Lo curioso es los derroteros tan dispares que vivieron ambos contendientes tras los Juegos de Tokio. Irónicamente, salió mejor parado el japonés en cuanto a la carrera profesional se refiere. Kaminaga ejerció después como entrenador de prestigio, siendo el responsable del equipo japonés en los Juegos Olímpicos de Múnich y Barcelona. Algo muy lejano del desprestigio en el que cayó el campeón olímpico. Todo porque el holandés fue nombrado miembro del COI y, como tal, se vio envuelto de lleno en el escándalo de la compra de votos para organizar los Juegos de Invierno de Salt Lake City. Geesink, que siempre se había comportado como un miembro gris y prescindible del COI, al que nunca llegó a aportar nada, empañó su prestigio al verse envuelto en el escándalo de dichos Juegos de Invierno, llegando a demostrarse su implicación (llegó a admitir haber recibido 4.500 euros). Aunque el COI no le llegó a castigar sí le advirtió sobre el daño a la reputación de la institución que había causado. Sin embargo, y remontándonos a su histórica final olímpica, hay que agradecerle a Anton Geesink que su victoria contribuyó muy posiblemente a la universalización del judo fuera de Japón, popularizándolo en Europa.